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Lecturas Dominicales

Ida Vitale, el brillo de una poeta

La poeta Ida Vitale ha recibido el Premio Cervantes, el Reina Sofía y el Federico García Lorca, entre otros.

La poeta Ida Vitale ha recibido el Premio Cervantes, el Reina Sofía y el Federico García Lorca, entre otros.

Foto:Daniel Mordzinski

Entrevista con la escritora uruguaya, invitada al Hay Festival que comienza el jueves en Cartagena.

Ida Vitale es, sin duda, una de las grandes voces de la poesía latinoamericana actual. A sus 96 años ha recibido los más importantes galardones con los que se reconoce a los poetas que escriben en español: el Premio Federico García Lorca, el Reina Sofía, el Premio FIL de la Literatura en Lenguas Romances y el Premio Cervantes. Su vida, entre los viajes y los exilios, ha sido una permanente celebración de la palabra y de la dignidad poética. Ha regresado a Montevideo luego de muchos años de residencia primero en México y luego en Austin (Texas) y ha transitado por un siglo de muchas convulsiones y certezas. Es la última sobreviviente de una generación brillante de la literatura uruguaya y sigue siendo fiel a la búsqueda permanente de la perfección formal y de sentido en cada poema. Su voz es cercana y cálida y desde la sencillez y el afecto habla con profunda sabiduría. Su memoria está intacta y sigue leyendo con pasión, sobre todo, prosa. Su sentido del humor es el mejor antídoto ante las pérdidas y grandes ausencias de su vida. La vigencia y actualidad de su obra confirman la buena salud y la vitalidad de la poesía en español hoy. Conversar con ella es asistir a una ceremonia de la generosidad y el conocimiento. En muchas frases nos deja pequeñas sentencias y lecciones para siempre.
Su vida, al igual que su poesía, están marcadas por exilios, retornos y desprendimientos. ¿Cómo atrapa su memoria esos lugares entrañables y perdidos?
Como corresponde a mi edad, todo empieza a entrar en una nebulosa y, claro está, a veces aparecen nombres que alguien me recuerda y me sobresalto porque siempre vienen unidos a un momento. Son instantes del pasado, del pasado de un lugar, de un país. Pienso en México, que es un país enorme y lleno de gente talentosa que además tenía una infinita generosidad con los extranjeros. Cuando nos fuimos de Uruguay y no podíamos detenernos en tanta sutileza, había que irse, y había que irse ya. La biblioteca se quedó. La primera partida fue muy ordenada, entonces quedó todo en un depósito. Después la biblioteca se perdió porque las bibliotecas se pierden por esas dispersiones. Con mi primer marido (Ángel Rama) compartía biblioteca y cuando nos separamos él se la llevó prácticamente toda. Solo me devolvió unos libros, que eran de mi nueva suegra. No más. Tantas veces he rehecho las bibliotecas que sencillamente me despido y les digo adiós. Es como la piel: uno sabe que no lleva puesta la misma piel de años atrás, así que uno aprende y pierde muchas cosas en la vida. Desde que regresé a Montevideo he estado organizando la biblioteca. Uno no termina nunca, así que voy donde mi hija Amparo a consultar algunos libros. Uno deja amigos, deja libros, cosas que no vuelve a ver. En Austin tenía a dos cuadras una gran biblioteca que echo de menos, y también otros amigos. De esas mudanzas quedan la síntesis y la brevedad que intento plasmar en mi poesía.
Hablando de recuerdos, ¿cómo fue su encuentro con la poesía por medio de un poema de Gabriela Mistral?
La poesía es algo que no forma parte del currículo de una escuela normal y muchos maestros consideran que a los niños hay que darles una especie de puré patriótico en el que, a veces, la poesía o la pseudopoesía tienen un papel relevante. Yo tuve la suerte de tener una maestra muy inteligente y curiosa que nos dictó un día un texto muy simple de Gabriela Mistral. El lenguaje de Gabriela siempre fue muy simple, pero también muy chileno. Había cosas que yo no entendía. Quizá todavía lo recuerde, aunque cada día recuerdo menos, pero decía algo así: “La hora de la tarde, / la que pone su sangre en las montañas. / Alguien en esta hora está sufriendo; / una pierde, angustiada, / en este atardecer el solo pecho / contra el cual estrechaba”. El final me asombraba y sentía que había pequeñas diferencias idiomáticas. Tenía, además, una estructura muy especial, de mucha economía verbal y por eso mismo un poco complicada. Y fue una suerte que no lo entendiera porque me quedó rondando en la cabeza como si fuera una intriga. Pensaba que si me lo habían dictado era porque podía entenderlo. Quizá lo más difícil es ponerse a la altura de la comprensión de un chico cuando se enfrenta a un lenguaje que no es el de todos los días, pero tiene las mismas palabras que se usan todos los días. El no entenderlo, el que tuviera un cierto misterio, el pensar que estaba escrito para alguien más adelantado que yo fue lo que me impulsó a releerlo varias veces. Eso me despertó un interés en la poesía, no por lo que representaba para mí en ese momento sino por lo que se me planteaba como desafío. He seguido leyendo durante toda mi vida a Gabriela y sigue pareciéndome la mejor poeta que dio América en los últimos tiempos. Es como si hubiera descubierto también la geografía o la historia del mundo, que son valores equivalentes para mí.
De las lecturas de la infancia y juventud, ¿cuáles fueron definitivas?
Miro, aprovecho y admiro a muchos autores, como a Julio Herrera y Reissig, que fue el gran poeta de Uruguay en un determinado momento. Tuve la suerte de que en casa había una pequeña biblioteca y, aunque había una parte más limitada de libros de pedagogía que pertenecían a una tía que era maestra, los que me llamaban la atención eran los de literatura. Leí Guerra y paz porque estaba en la bibliotequita pequeña debajo del teléfono. También había un sector de libros que estaban en francés y que no entendía. Luego tuve una fabulosa profesora de francés; quería aprender ese idioma para poderlos leer. Pero el haber leído Guerra y paz en esa época me llevó a tener cierto rechazo por una literatura que generalmente leemos cuando tenemos trece, catorce, quince años; esa literatura que viene también en las revistas, un poco cursi. Cualquier cosa que leía inevitablemente la comparaba con Guerra y paz. En la escuela me hacían leer algunas cosas que tenían gracia, pero me parecían que no estaban a la altura de Tolstoi; por ejemplo Juvenilia, de Miguel Cané, uno de esos libros que manejaban en quinto o sexto grado. Me divertía mucho, me asombraba cómo el estilo del escritor me llevaba a divertirme, a reír, pero no encontraba la intensidad que había en Tolstoi. Consultaba mucho el diccionario y buscaba significados y definiciones de las palabras. Mi tía me invitaba a aprender todos los días una palabra del diccionario. Me decía: no trates de meterte todo en la cabeza, apréndete bien una palabra. Me quedó esa afición para toda la vida.
¿Y en qué momento se encuentra con la mitología y con la figura de Ariadna, tan presente en su poesía?
Todo empezó con un regalo que me hicieron cuando estaba todavía en la escuela: una mitología muy simpática, una mitología española, pequeña, con dibujos, creo que era de la Colección Labor. Era magia pura, ¡qué libro! La mitología me parecía como unos cuentos de hadas, pero con la fortuna de que cada personaje era el centro de una situación moral, ética o histórica. Un libro de mitología no es solo una inmersión en un mundo antiguo, paralelo al nuestro, sino que nos lleva a interpretar cosas y entender asuntos como la belleza. Sus personajes tienen más densidad, más hondura y nos llevan a otros mundos y representan valores, actitudes positivas o negativas. Los chicos deberían aprender mitología en la escuela. Eso sirve tanto como la historia o las ciencias. La mitología es común a todos, desde la griega y romana hasta las sagas nórdicas o eslavas. Como la poesía, es el lugar donde todos nos encontramos.
¿Cuáles lecciones quedaron de esos dos maestros españoles: José Bergamín y Juan Ramón Jiménez?
Muchas y muy distintas. Juan Ramón era una especie de entelequia o de dios que había bajado a la tierra, muy perfecto, muy deslumbrante, muy cortés pero siempre distante; en cambio, Bergamín era como si fuera alguien de la familia. Era muy simpático, encantador, sabía acercarse a la gente joven. Todo lo que venía de Juan Ramón o de Bergamín eran lecciones de una gran cultura y cada uno, a su manera, nos enseñaba a hacer juicios, a ser críticos. Después entendí más la personalidad de Juan Ramón, que también tenía su fisura, sus problemas. Se sentía solo, tenía la sensación de estar aislado por su manera de ser. Bergamín era alguien que nos convencía de que la literatura era algo que estaba al alcance de todos. Transmitía su conocimiento a través de las anécdotas. Nos metía en un mundo que no era el nuestro, pero que se volvía accesible, nos hablaba de todos los escritores del momento, nos los bajaba un poco a tierra conservando la admiración y el respeto. Con ambos conocí mucha poesía española: a Bécquer, a Antonio Machado, el Siglo de Oro español.
¿Qué siente que la une y la separa de su generación, de la llamada Generación del 45?
Algunos eran amigos y otros no. En ese sentido me une la amistad y el afecto. Recuerdo lo que significaron los amigos en ese momento en que yo empezaba a escribir. No tenía la idea de estar integrando una generación. Recuerdo mucho a Emir Rodríguez Monegal. Él era un poco duro con la gente, pero no conmigo. Después lo conocí, ya cuando estaba en otros temas, cuando estaba más enfermo, y me divertía mucho. Era gracioso cuando hablaba, muy punzante, duro cuando tenía que serlo, pero me interesaba su manera de enfocar las cosas y sobre todo me llamaba la atención que no era muy nacionalista sino más universal.
¿Cómo surge su afición a los idiomas y a la traducción literaria?
Yo era un poco anglófila. Me gustaba la literatura inglesa, aunque no sabía mucho inglés. En aquel momento de la escuela habíamos tenido una maravillosa profesora de francés y una horrenda profesora de inglés. Por más que uno admire teóricamente una lengua tiene que haber un maestro que te la acerque y te conmueva. Por eso el francés fue mi segunda lengua, aunque quería mucho el italiano, por mis abuelos sicilianos. También tuve una excelente profesora de italiano, pero en ese tiempo me sentía mucho más cercana al francés. Leí lo que caía en mis manos y ahí me encontraba con el espíritu de otra lengua. Los traductores nos simplifican a muchos escritores que merecen ser comprendidos. Es muy difícil ser fiel, pero hay que ser leales al sentido. No cambiar ni el estilo ni el espíritu del autor.
En su poesía hay un equilibro entre las emociones y la razón. De igual forma aparecen los animales y las plantas como protagonistas. Hablemos de esos elementos presentes en su obra.
Surgen de manera espontánea. Desde mis asuntos personales trato de reflexionar con el lenguaje huyendo de la anécdota. En el Tabaré, que es un libro que me gusta, hay emociones y expresión de los sentimientos, pero también hay una propuesta formal muy clásica. Tenía una tía a la que no conocí porque murió muy joven. Se llamaba Ida. Hay varias Idas en mi familia porque cada uno de mis tíos y mi padre, cuando tuvieron una hija, le pusieron Ida con otro nombre más; había una Ida Walconda, yo soy Ida Ofelia, había otra que le decían Iduca... La tía que no conocí era profesora de sordomudos, cosa muy rara, y además le encantaban los animales. Yo leía y estudiaba el cuaderno de ella lleno de apuntes, observaciones y comentarios sobre los animales. Heredé el cuarto de ella con su biblioteca porque murió tuberculosa y muy joven, pero supe que todos los animales la adoraban. En esa biblioteca había muchos libros sobre abejas y diferentes especies. Por otro lado, mi abuelo había vivido en El Prado, en un jardín muy bello. Cuando se mudó, quiso llevarse muchas cosas y sembró muchas plantas en la nueva casa y las cuidaba en función del recuerdo de su hija. Así que crecí un poco más atenida por la presencia de ella que por mi propia madre, que también había muerto, de forma que por muchas vías llegué indirectamente a bichos y a plantas. Después tuve en sexto año una maestra, María Pía Cuneo, que se interesaba mucho por eso y me llevaba los sábados a ver plantas. Es un mundo muy simpático: las plantas y animales rara vez traen problemas.
¿Cómo se inscribe en esa tradición poética uruguaya donde, además, las mujeres siempre fueron las voces universales?
Al referirme a mi experiencia en el Uruguay pienso también en mi casa. Allí la presencia de la mujer en los libros era muy grande. Me acuerdo de que el primer libro italiano que vi no fue Dante sino Ada Negri. Qué nivel. Ella había salido de las fronteras. En la literatura uruguaya teníamos a Delmira Agustini, María Eugenia Vaz Ferreira, Sara de Ibáñez, Esther de Cáceres. Había muchas mujeres, pero también teníamos a un poeta como Enrique Casaravilla Lemos. Era un escritor de la generación de Juana de Ibarbourou. Personalmente, con todo y lo admirable que me parece Juana, me siento más cerca de Casaravilla. También me incliné por Sara de Ibáñez. Y por María Eugenia Vaz Ferreira, quizá porque ella fue compañera de mi tía Ida y en mi casa había libros suyos dedicados. Era la hermana de Carlos Vaz Ferreira, que era un poco el Unamuno uruguayo.
Con Carlos Vaz Ferreira estudió Derecho, ¿verdad?
Sí, estudié Derecho con él e hice tres años, y no me arrepiento. Leer los códigos fue definitivo para definir lo que sería mi poesía. Allí entendí cierta sobriedad porque el código, sobre todo el civil, es algo que está escrito con el mínimo de palabras y la mayor aproximación posible a lo que se quiere decir. Siempre lo sentí así: hay que escribir sin adornos, pero con eficacia. Después me aburrí del mundo de los que estudian Derecho, pero no me arrepentí de esos tres años que hice. No había humanidades en esa época en la universidad así que, como hice con los diccionarios, memoricé algunos códigos que me ayudaron a entender la precisión y concisión en la escritura.
¿Cómo era ese diálogo cotidiano alrededor del oficio poético con su esposo Enrique Fierro?
Enrique tenía una sabiduría infinita. Era un ser muy especial. Le preguntaba algo y él se quedaba mudo y unos dos minutos después me lo contestaba, todo ordenado. Era un fenómeno de la memoria. Su muerte fue repentina, muy precipitada. Fue un hombre muy generoso. Un escritor estupendo en una línea que no era la usual. Siempre detrás de una frase suya había un mundo de cosas. Nunca hizo nada por imponerse. Han quedado borradores, papeles, pero no sé, es muy difícil no trastocar, no cambiar lo que está apenas apuntado. Fue un maravilloso compañero. La vida es injusta, no sigue las órdenes que tendría que seguir. Lo normal era que muriera yo y quedará él, que era más joven y más capaz para afrontar cualquier situación. Ahora que estoy de vuelta en el Uruguay me encuentro muy sola. Todos los amigos murieron. Ese es el problema de ser sobreviviente de mi generación.
Alguna vez afirmó que en un mundo de tantas diferencias y polarizaciones la poesía permite las analogías y los encuentros. ¿Cuál es el papel de la poesía en el mundo de hoy?
A veces pienso que ha habido momentos, en las religiones, por ejemplo, en los que prima la idea del ocultamiento, del encerrarse, del dejar pasar el viento. De repente la poesía regresa a esa intimidad y a ese refugio. La gente sigue leyendo poesía en sus casas, en sus ámbitos más reducidos. La poesía no puede imponer reglas porque si algo tiene es la libertad, es la primera en saber que no puede exigir nada. En algunos versos digo que las palabras son nómadas y los malos poemas las vuelven sedentarias.
¿Qué significa regresar a Colombia, un país con el que ha tenido una relación cercana y estrecha?
Los colombianos son muy especiales y por eso siempre es grato regresar. No te olvides que tuve dos grandes amigos colombianos durante mi exilio en México: Álvaro Mutis y García Márquez. Ellos eran muy abiertos y generosos con los latinoamericanos que llegaban allá. Nos sentíamos de alguna forma exiliados y compartimos muchos momentos juntos. Tuve otros grandes amigos mexicanos como Octavio Paz, pero Álvaro y su esposa Carmen siempre nos hicieron sentir en casa, en familia. Carmen fue una persona admirable, discretísima, que estaba al margen de todo, pero tenía la respuesta exacta y solución para cualquier problema. Muchos años atrás, por Álvaro, yo había conocido la revista Mito y eso me llevó a tener otro tipo de cercanía con Colombia. No llegué a conocer a Jorge Gaitán Durán, pero por el hábito de la correspondencia, que era muy común en mi país, siempre supe de su importancia. Mito era preciosa, sobria, admirable, apegada a una idea, fiel a sí misma. A García Márquez lo veía menos, porque él viajaba mucho. Alguna vez en casa de Álvaro me dijo que siempre había querido traducir a Leopardi. Lo sentí como un gesto de generosidad porque él sabía que yo traducía del italiano. Óyeme, te quiero hacer una pregunta: ¿tú de dónde eres?
... Soy de Bogotá, mis padres son de Santa Marta.
Santa Marta, Santa Marta tiene tren, pero no tiene tranvía... Eso lo aprendí cuando era niña, Dios mío, qué belleza. Creo que con esa canción fue la primera vez que supe de Colombia.
Para finalizar, le recuerdo a Ida Vitale que su relación con Colombia se redondea con su poema Bogotá, 2001, incluido en el libro Trema: Bajo nubes ahumadas, sin convicción, / al sesgo, cae la lluvia. / Hay flores amarillas y espejos de agua grises / y pinos, pinos, pinos y rebaños. / Los eucaliptos, los de flores rojas, / se han asentado sobre la verde, irreductible tierra. / Todo se sabe a salvo en su propio color /y espera que por los aires suba /el papalote de la primavera. / A nada de esto inquieta si la poesía dura. / ¿Se nutre ella del silencio del mundo?
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Ida Vitale estará el 2 de febrero, a las 3 p.m., en el Teatro Adolfo Mejía. Conversará con Francesco Manetto.
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